Carmina Burana no tenía palabras.
Escuchaba las palabras de todos. También
las sentía. Sentía palabras dulces y otras saladas como las olas. Palabras
blandas o duras como hierro.
Cuando Carmina Burana abría la
boca para decir “playa”, la arena la
envolvía con un remolino. Si decía “pájaro”, los benteveos, calandrias y mirlos
revoloteaban a su alrededor. Pero nadie oía sus palabras. Ellas volaban como
mariposas en el silencio de la siesta.
Era como si la bruma del mar
absorbiera los sonidos de su garganta de oro y un velo de gasa rodeara la
silueta de la niña.
Carmina Burana se internaba en el
bosque y se callaba. Pisaba el colchón de hierba y pinocha. Se sentía
transparente y liviana. Escuchaba las ramas que crujían, las hojas que
temblaban, sus pasos leves, su corazón que latía agitado.
Carmina Burana tenía el pelo
negro, los ojos curiosos y la voz asustada.
Por la mañana caminaba por la
playa dorada. A la tarde prefería leer a la sombra de los árboles.
Cuando leía soñaba. Cuando soñaba
cantaba.
Un día se despertó cantando y el
bosque hizo silencio, el mar se quedó calmo, los amigos sonrieron y la abrazaron con una ronda de estrellas.
Desde ese día Carmina Burana tuvo
las palabras para decir. A borbotones salían las palabras. Un mar de olas encrespadas…
Carmina Burana, la niña de pelo
negro, los ojos curiosos y la voz asustada, se interna en el bosque y canta.
Ahora todos escuchan sus
palabras. El viento las despliega como
un velo de bruma, como bruma de gasa.
Ella deshace su trenza negra y canta.